Índice
- 1 Platón
- 2 Aristóteles: La sustancia, las causas y el hilemorfismo
- 3 Escolástica medieval: La inmortalidad del alma y Dios
- 4 Descartes: Las demostraciones de la existencia de Dios
- 5 Hume: La crítica al alma y a Dios
- 6 Kant: Fenómenos, noúmenos, la inmortalidad del alma y la metafísica
- 7 El positivismo de Comte
- 8 Nietzsche
Platón
La teoría de las Ideas
«Imaginad a los hombres en una caverna subterránea, con una abertura hacia la luz que se extiende a lo largo de toda la caverna. Están allí desde su infancia, encadenados de tal modo que sólo pueden mirar hacia delante, sin poder girar la cabeza. Para ellos, las sombras proyectadas en el muro por objetos que no pueden ver son la única realidad. ¿No es este nuestro caso cuando confundimos las apariencias con la verdadera esencia?» (República, Libro VII).
«El alma humana es inmortal y su verdadero destino no está en el mundo sensible, sino en el mundo inteligible, donde habitan las Ideas. La justicia, la belleza y el bien no son más que reflejos imperfectos en este mundo, pero en el reino de las Ideas existen como entidades perfectas y eternas.» (Fedón).
«El Bien es aquello que da verdad a los objetos del conocimiento y la capacidad de conocer al que conoce. Así como el Sol, no sólo da visibilidad a los objetos visibles, sino que también genera su existencia y crecimiento, de igual modo el Bien no sólo hace inteligibles los objetos del conocimiento, sino que también les da el ser y la esencia, aunque el Bien no sea la esencia, sino algo que está más allá de ella, y que la supera en dignidad y poder.» (República, Libro VI).
Mito de la caverna
Después de eso –proseguí– compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.
– Me lo imagino.
– Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan hombres que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.
– Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.
– Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?
– Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.
– ¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique? – Indudablemente.
– Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven?
– Necesariamente.
– Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?
– ¡Por Zeus que sí!
– ¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados?
– Es de toda necesidad.
– Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz, y al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?
– Mucho más verdaderas.
– Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?
– Así es.
– Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?
– Por cierto, al menos inmediatamente.
– Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.
– Sin duda.
– Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo como es en sí y por sí, en su propio ámbito. – Necesariamente.
– Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.
– Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.
– Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería? – Por cierto.
– Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquéllos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y «preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre» o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?
– Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida. – Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?
– Sin duda.
– Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?
– Seguramente.
– Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada–prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.
– Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.
Aristóteles: La sustancia, las causas y el hilemorfismo
«El ser se dice de muchas maneras, pero lo que es por sí mismo, lo que subsiste, es la sustancia. Todo cambio, todo devenir, puede entenderse a partir de cuatro causas: la materia, que es el sustrato; la forma, que define lo que algo es; la causa eficiente, que lo produce; y la causa final, que da sentido a su existencia.» (Metafísica, Libro VII).
«Toda sustancia está compuesta de materia y forma. La materia es el potencial de ser algo, mientras que la forma es lo que actualiza ese potencial. Así, el mármol tiene la capacidad de ser una estatua, pero es el escultor quien le da su forma. Este principio hilemórfico explica tanto el cambio como la permanencia en los seres naturales.» (De Anima, Libro II).
Escolástica medieval: La inmortalidad del alma y Dios
«El alma humana, siendo espiritual, no puede corromperse ni perecer como lo hacen los cuerpos. Su inmortalidad deriva de su capacidad para conocer lo universal y trascender lo material, lo cual sólo puede explicarse por su origen divino. Pues si el alma busca lo eterno, debe participar de esa eternidad.» (Suma Teológica, Santo Tomás de Aquino).
«Dios es el ser necesario cuya existencia explica todo lo contingente. En él encontramos la causa primera, el motor inmóvil que da sentido al cambio y al movimiento en el mundo. Esta verdad se deduce tanto por la razón como por la fe.» (Suma contra gentiles, Santo Tomás de Aquino).
Descartes: Las demostraciones de la existencia de Dios
«He hallado en mí la idea de un ser perfecto, infinito y eterno, algo que yo, como ser finito, no puedo haber creado. Por tanto, esta idea debe provenir de un ser que realmente tenga esas perfecciones: Dios. Solo su existencia puede garantizar que mis ideas claras y distintas no me engañan.» (Meditaciones metafísicas, Tercera Meditación).
«Es evidente que la existencia pertenece a la naturaleza de un ser absolutamente perfecto; porque si careciese de existencia, carecería de algo, y por lo tanto no sería absolutamente perfecto, lo cual es contradictorio. Así, la idea de un ser absolutamente perfecto incluye necesariamente su existencia.» (Meditaciones metafísicas, Quinta Meditación).
«De la esencia de mi propia existencia, que percibo clara y distintamente, infiero que depende de una causa que tiene en sí misma todas las perfecciones. Este ser perfecto no podría ser otro que Dios, cuya existencia garantiza no sólo mi ser, sino la posibilidad misma del pensamiento.» (Meditaciones metafísicas, Tercera Meditación).
Hume: La crítica al alma y a Dios
«Cuando busco el yo, no encuentro más que una serie de percepciones particulares que cambian continuamente. No hay una sustancia inmutable tras estas percepciones; el yo es simplemente el conjunto de esas impresiones que se suceden con rapidez y se conectan por hábito.» (Tratado de la naturaleza humana, Libro I).
«La idea de un Dios omnipotente y benevolente no surge de la razón ni de la experiencia, sino de la imaginación y del temor humano frente a lo desconocido. No tenemos impresión alguna de la divinidad, por lo que su existencia no puede ser un objeto de conocimiento.» (Diálogos sobre la religión natural).
Kant: Fenómenos, noúmenos, la inmortalidad del alma y la metafísica
«El conocimiento humano se limita a los fenómenos, es decir, a lo que se presenta a nuestros sentidos organizado por las formas de nuestra sensibilidad y nuestro entendimiento. Sin embargo, más allá de estas apariencias está el noúmeno, la cosa en sí misma, que permanece inaccesible a nuestra experiencia.» (Crítica de la razón pura, Estética trascendental).
«La inmortalidad del alma no puede demostrarse como un hecho, pero es un postulado necesario de la razón práctica. Para que la virtud y la felicidad coincidan, debe haber una existencia más allá de la vida terrenal donde el alma alcance su perfección moral. Este postulado fundamenta la esperanza en una vida futura, en la que el esfuerzo moral del ser humano encontrará su correspondencia, no por necesidad empírica, sino como una exigencia de la razón pura práctica.» (Crítica de la razón práctica, Dialéctica trascendental).
«La metafísica es una tendencia natural de la razón humana que, sin embargo, a menudo se extravía en ilusiones. No podemos conocer los objetos más allá de los fenómenos, pero la metafísica, como disciplina, tiene un papel regulador en nuestra razón, proporcionando los principios que guían el entendimiento y las ideas que inspiran nuestras acciones éticas.» (Crítica de la razón pura, Introducción).
El positivismo de Comte
«El espíritu humano ha pasado por tres estados: el teológico, el metafísico y, finalmente, el positivo. En esta última etapa, el pensamiento ya no busca explicaciones trascendentes, sino que se limita a los hechos observables y las leyes que los rigen. La metafísica no es más que un rezago de una etapa superada, pues la ciencia positiva se basa en la observación, la experimentación y la utilidad.» (Curso de filosofía positiva, Auguste Comte).
«El verdadero progreso de la humanidad radica en sustituir las explicaciones sobrenaturales y abstractas por leyes naturales comprobables. Al abandonar la metafísica, el pensamiento humano encuentra un camino claro hacia el bienestar colectivo, guiado por los principios de la ciencia y la moral positiva.» (Sistema de política positiva, Auguste Comte).
Nietzsche
«Es verdad, podría existir un mundo metafísico; su posibilidad no puede ser impugnada de manera absoluta. Nosotros vemos todas las cosas con una cabeza humana y no podemos cortarla; por lo que queda sin resolver si el mundo sería igual si la hubiésemos cortado. Esto no es problema estrictamente científico y poco contribuye a la preocupación. El método científico ha refutado las religiones y metafísicas existentes, dejando su posibilidad como un fino hilo del que depende la felicidad, la salud y la vida. Un mundo metafísico, si bien demostrado, sería algo inaccesible e inconcebible para nosotros, como una cosa con propiedades negativas.» (El crepúsculo de los ídolos, Sección 9).
«¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que, encendiendo una linterna en pleno día, corrió al mercado gritando: ‘¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!’ Como había allí muchos que no creían en Dios, provocó grandes carcajadas. ‘¿Acaso se ha perdido?’, dijo uno. ‘¿Se ha extraviado como un niño?’, preguntó otro. ‘¿O está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?’ Así gritaban y reían en tumulto.
El hombre loco saltó en medio de ellos y los atravesó con su mirada: ‘¿Dónde está Dios?’, gritó, ‘¡os lo voy a decir! ¡Lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! Pero ¿cómo lo hemos hecho? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desligamos a esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Nos alejamos de todos los soles? ¿No caemos continuamente? ¿Hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, en todas direcciones? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No sopla sobre nosotros el vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene siempre la noche y más noche? ¿No hay que encender faroles por la mañana? ¿No oímos aún nada del ruido de los sepultureros que están enterrando a Dios? ¿No olemos aún nada de la putrefacción divina? —también los dioses se descomponen— ¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!
¿Cómo podremos consolarnos, los asesinos de todos los asesinos? Lo más santo y poderoso que poseía el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Con qué agua podríamos purificarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No debemos convertirnos nosotros mismos en dioses, para parecer dignos de ello? Nunca hubo un hecho mayor — ¡y quienes nazcan después de nosotros pertenecerán, por causa de este hecho, a una historia más alta que la que ha habido nunca!’»
(La gaya ciencia, §125)
Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula
Historia de un error:
1. El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, —él vive en ese mundo, es ese mundo.
(La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Transcripción de la tesis “yo, Platón, soy la verdad”.)
2. El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso (“al pecador que hace penitencia”).
(Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible, —se convierte en una mujer¸ se hace cristiana…)
3. El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero, ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo.
(En el fondo, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea, sublimizada, pálida, nórdica, königsberguense.)
4. El mundo verdadero —¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado, también desconocido. Por consiguiente, tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido?…
(Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo.)
5. El “mundo verdadero” —una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga, —una Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente una Idea refutada: ¡eliminémosla!
(Día claro; desayuno; retorno del bon sens [buen sentido] y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.)
6. Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?… ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!
(Mediodía; instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA [comienza Zarathustra]).[1]
[1] Nietzsche. El crepúsculo de los ídolos. Trad. de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza, 1975. pp. 51-52.