Estudiantes y filósofos se comentan mutuamente, con asiduidad y en un tono que rezuma desprecio y resignación, el sinfín de ocasiones en las que –en pos de una visión instrumental del saber y de la vida– han sido escrutados por preguntas como:
“¿Filosofía? ¿Para qué sirve eso?”
“¿De qué trabajarás?”
Y el filósofo, no sin razón, se siente alejado de toda una sociedad que le aísla a la par que le rodea y que en función de unos valores decadentes –aceptados ciegamente, como verdades dadas e incuestionables, que desprenden el olor de toda una sociedad en crisis que no llega a entenderse y que recurre a lo instrumental para forjar sentido y significado– le hace sentirse marginado.
“!Ay! !Pobre del filósofo marginado e incomprendido!” dice el mismo filósofo a su compañero.
Mas no obstante una sutil ironía embarra el lamento del marginado. Pues… ¿De dónde viene tal desprecio? ¿Acaso ha nacido de la nada? No puede haber ocurrido tal cosa.
La mirada que escudriña el estado de la cuestión ve en la misma filosofía el nacimiento de su marginación. ¿Acaso no es la visión instrumental una visión filosófica? ¿Acaso no es tal postura un postulado utilitarista que adopta matices positivistas?
Es la hegemonía de una visión filosófica quién margina a la filosofía. Sin contrahegemonia conceptual una filosofía que se extiende se torna narrativa vital, se vuelve «absoluta» al no encontrar en sus valoraciones un rival que las enfrente.
Oh… dulce ironía la que envuelve a toda una sociedad que aborrece la filosofía al aceptar una posición filosófica.
Dulce ironía la que habita en el filósofo que, lamentándose entre sus lecturas, no forja valores fuertes -o, si lo hace, se resigna a no compartirlos y no defenderlos-, no viendo, así pues, en su propia situación de marginación la herramienta para cambiar el estado de la cuestión.
Dulce ironía que al tragarla se hace amarga.