Todos, en algún momento de angustia y desesperación o, tal vez, en un momento solipsista de reflexión filosófica, nos hemos preguntado por nuestra propia existencia.
Con tal cuestión llegamos al inquietante punto de que desconocemos quienes somos, con un nudo en la garganta podemos recurrir a nuestra identidad como especie humana, pero dicho recurso no resuelve la inquietante pregunta de quién soy yo.
Buscamos en nuestro interior algo que nos defina, que de una manera analítica resuelva toda duda sobre el qué me distingue de los demás. Pero lo que encuentro es más de lo mismo; me encuentro con ciertos rasgos que me definen como humano, pero no como individuo. El «¿Quién soy yo?» en nuestro fuero interno, solo llega a contestarse con el «soy una persona», «un homo sapiens», «un ente racional», «un humano». ¿Pero qué humano soy yo? Tal vez podría responderlo aludiendo a mi nombre, a mi nacionalidad, a mi lengua o a una suma de todo ello. Pero esta muy superficial respuesta no es para nada suficiente (valga la rebundancia).
Todo esto viene determinado por el hecho de que nuestra existencia es la suma de dos elementos heterogéneos, dos elementos distintos que, por otro lado, definen al yo mediante mi persona y el otro.
Y es que no podría entenderme a mi mismo sin la alteridad, sin esa realidad exterior a mi que me envuelve y me sitúa. Yo, al contrario de lo que diría el ensayista francés Montaigne no he sido arrojado como un relámpago en medio de la nada. Mi existencia es efímera, sí, como la de un relámpago; pero no se ve envuelta por la nada, sino que me veo en medio de una realidad ontológica que hasta cierto punto me dice como soy.
El filósofo Ortega y Gasstet enunció aquello de «yo soy yo y mi circunstancia», es decir, que ese otro que me envuelve, esa realidad que en un espacio temporal determinado se convierte en circunstancia es el elemento extrínseco a nosotros que aporta a nuestra duda el granito que le faltaba para poder definirme. ¿O acaso yo sería la misma persona si hubiera vivido en América antes de su supuesto descubrimiento? ¿Mi identidad sería la misma si hubiera nacido en la África precolonial? ¿Y si hubiese vivido en un país oriental? La respuesta es un rotundo no, en ninguno de estos casos mi yo sería el mismo.
Esto es de suma importancia, pues el que un elemento heterogéneo y exterior a mi persona como es la circunstancia defina nuestra identidad individual conlleva uno de los rasgos más característicos de nuestra identidad colectiva, es decir, nuestra identidad como especie humana frente a las otras especies. Dicha característica es la famosa definición del humano como animal curioso por naturaleza. Primeramente animal porque su condición de Homo Sapiens nos sitúa dentro de los homínidos, los cuales forman parte de los primates que, a su vez, son seres vivos animales en contraposición a la vida vegetal. Y seguidamente, pero no por ello menos importante, curioso, pues para conocerse a si mismo debe conocer su entorno, siendo este el compendio de las diferentes realidades estudiadas por distintas y diversas disciplinas; sean por ejemplo la sociología, la filosofía, la física, la astronomía, la biología y un largo etcétera.
Se dice que esta curiosidad es natural en nosotros porque es rasgo fundamental nuestro el querer distinguirnos, el desear tener una personalidad única, no caer en la alienación y, por consiguiente, no ser solo persona, sino también individuo.
Recapitulando lo analizado hasta ahora, ante la búsqueda de una respuesta a la cuestión «¿Quién soy yo?» me encuentro que para definirme debo conocer mi circunstancia; de tal modo que en la búsqueda de mi yo individual se me ve plasmado un rasgo de mi yo colectivo, dando cuenta que el plantearse la pregunta aquí expuesta es característica fundamental de todo humano, no pudiendo evadirla nunca.
¿Quién soy yo pues? Soy quién se plantea dicha cuestión, como todo humano, y quién en el modo en que se la plantea se encuentra ya no como humano, sino como individuo.