Hace apenas unos días celebramos una de las festividades más importantes y con mayor recorrido histórico en las sociedades occidentales: la Navidad. Celebrar el día de Navidad es, en nuestras sociedades, y por encima de cualquier otra cosa, una tradición, una costumbre. El carácter consuetudinario de la Navidad, no obstante, no la vulgariza, sino que la eleva y le otorga un valor fundamental.
Suele considerarse que las tradiciones son hábitos comunes que una sociedad va adquiriendo por mera repetición. Obviamente esto muestra una palpante ignorancia respecto al sentido de los usos y costumbres de una determinada sociedad. El significado de una tradición no se lo otorga el hecho de ser costumbre, como si la misma tradición se perpetuase a lo largo de las generaciones sin que su condición cambie un solo ápice. Las tradiciones tienen una estructura dinámica, cambian y evolucionan, adaptándose al sentir vital del periodo actual al mismo tiempo que conserva elementos propios de las generaciones que nos preceden. Esta estructura doble de la tradición, que viene a modernizar lo antiguo, crea un lazo intergeneracional que nos vincula con nuestro pasado histórico. Viene a consistir en un toque de corneta que nos avisa de que el pasado puede volver, de que la historia puede repetirse. En este sentido, una sociedad incapaz de concebir la estructura dinámica de sus tradiciones, incapaz de hacerlas mudar adaptándose al sentir vital de la generación actual, está condenada a repetir su historia, a andar sin desplazarse.
Mas, por otro lado, el carácter diacrónico de la tradición implica que el sentido de ésta supera el significado que tenía en su origen. En cada época una sociedad moderniza sus tradiciones y les otorga a éstas un significado que, aun proviniendo del significado que tuvo en un pasado, lo modifica ligeramente. Así pues, una misma tradición implica un cúmulo de significaciones que nos son legadas y dan testimonio de cómo se vivía el pasado. Obviamente, esto no quiere decir que no pueda entenderse una tradición desde el sentido que ésta tuvo en su origen. Se trata, más bien, de ser conscientes de que las tradiciones llegan a superar su significado primigenio, sin negarlo en absoluto.
Esta pluralidad de significaciones que una misma tradición puede llegar a tener hacen de la tradición un elemento que fundamenta la convivencia en una sociedad. De tal manera que podemos vivir juntos, disfrutar de la compañía mutua, en torno a una serie de tradiciones que nos reúnen sin anular nuestras diferencias. La Navidad, por ejemplo, nos reúne y no lo hace únicamente desde un sentido religioso de la festividad, que también. La Navidad no es sólo una fiesta religiosa. Pero tampoco es tan sólo un día familiar, ni tan sólo es un día de convivencia, de paz, amor o amistad. La tradición de la Navidad es todo ello y mucho más. Y es esta pluralidad de significaciones lo que permite que en un mismo salón se reúnan gentes diversas, plurales, en una fecha señalada, y convivan mutuamente, estrechando lazos bajo el sentimiento de fraternidad.
Olvidar la dinamicidad de la tradición, su relativa plasticidad y su elemento modernizador de lo antiguo, es dejar de lado el diálogo intergeneracional que ésta nos lega y su capacidad de integrar lo diverso y de generar convivencia respetando, a su vez, las diferencias.
Entre los muchos significados que la Navidad tiene he estado últimamente reflexionando en torno a uno muy concreto: la Navidad como tiempos de paz. En este sentido podría decir, sin temor a equivocarme, que ésta es una fiesta pacífica. La pregunta que se nos plantea ahora es clara: ¿y qué es eso del pacifismo? Me gustaría ahora comenzar a pensar detenidamente en torno al pacifismo, buscando llegar a comprender en qué consiste éste.
La actitud pacifista es, ante todo, rechazo a la guerra, a los dolores y sufrimientos que genera en las gentes. No obstante, puede llegar a pensarse que esto implica que ser pacifista es simplemente un no-hacer la guerra y que la paz es la ausencia de guerra. Esta comprensión errónea se basa en una mala interpretación de aquello que la guerra es. La guerra es una actividad humana, implica todo un esfuerzo por llegar a resolver una serie de conflictos que pueden darse entre diferentes gentes. No me malinterpretéis, que la guerra sea un esfuerzo no quiere decir que sea un esfuerzo laudable, pero conviene tener en cuenta que ese invento humano que es la guerra no deja de ser un medio que se usa para resolver una serie de conflictos. Si olvidamos esto último estamos condenados a entender la paz única y exclusivamente como la ausencia de violencia física entre dos o más pueblos. Pero… ¿acaso esto nos permite llegar a solucionar aquellos conflictos que la guerra viene a solventar? Si entendemos la paz como mera inacción, desde una actitud pasiva que se basa sólo en un no-hacer la guerra, dejamos sin solucionar los conflictos que la guerra viene a atajar, permitiendo que se genere un ambiente de hostilidad que, pese a quien le pese, acabará de una u otra manera generando guerra. Si cuando hacemos la paz nos limitamos a no-hacer la guerra, la harán otros.
La paz ha de ser algo más. Ha de consistir en un “hacer” activo que nos permita solventar los conflictos que se den en una sociedad -o entre sociedades- por otros medios. La paz es siempre una voluntad de convivir en comunidad, constituyendo una entidad que nos rebasa y a la que nos supeditamos para que ésta resuelva los conflictos que puedan darse. Esta entidad es el derecho. La existencia de un derecho común que todos reconocemos nos garantiza la existencia de un mediador que pueda llegar a solventar por cauces no bélicos los conflictos que puedan llegar a darse. Este mediador son las instituciones. La paz como derecho necesita darse concreción en algo y ese algo son las instituciones. Claro está que tales instituciones no pueden ser de cualquier índole, unas instituciones no democráticas no nos garantizan que los conflictos se solventen de manera no beligerante y justa. Así pues, el pacifista no es meramente quien rechaza la guerra, sino quien apuesta por un derecho común a todos que permita resolver los problemas que puedan surgir mediante instituciones democráticas. Al igual que la guerra, la paz requiere un esfuerzo.
A nadie le extrañará que Europa sea, desde hace ya unas décadas, un continente pacífico. ¿Cómo no va a haberse tornado Europa en un continente pacífico si ha creado un derecho común a todos los Estados-nación que lo conforman y se encarna en unas instituciones que hacen de mediador de los conflictos que se dan entre los pueblos europeos? La Unión Europea es, mientras sus instituciones permanezcan fuertes y no pierdan legitimidad, lo que garantiza la paz en Europa. Salir de la Unión Europea implica, por consiguiente, la posibilidad de entrar en guerra. Toda nación europea que no está dentro de la UE no reconoce la existencia de un derecho que pueda resolver los conflictos que puedan darse entre ella y otra nación europea existente. En Europa, ser europeísta es ser pacifista y todo pacifismo se queda en agua de borrajas si no le acompaña un espíritu europeísta. De poco nos servirá la palabra paz si no la vinculamos con un proyecto de convivencia interestatal.
En este mismo sentido, el independentismo es también una traba a todo proyecto pacifista. Si un pueblo es una “multitud asociada a un mismo derecho” -tal y como Cicerón pone en boca de Escipión el Africano en su diálogo Sobre la República-, el independentismo, al constituir un derecho paralelo al derecho ya existente, no solo dicotomiza la sociedad, dividiendo al pueblo en dos, sino que niega la existencia de una instancia que pueda mediar entre los dos pueblos que viene a crear por división. Al impugnar de raíz el derecho existente, se impide que este mismo derecho resuelva por vías pacíficas los conflictos que puedan llegar a darse, dificultando así la paz.
Ser pacifista implica apostar por instituciones democráticas cada vez más globales que mediante el derecho impidan que se dé la guerra. Mientras no se impida de manera definitiva la guerra mediante la existencia de un derecho común que se encarne en instituciones fuertes y democráticas no habrá paz, sólo habrá una voluntad mediocre y confusa de ésta.