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¿Por qué pensar la política desde la filosofía?
¿Qué es la filosofía política?
La filosofía política es la rama de la filosofía que reflexiona sobre el poder, el Estado, la ley, la justicia y la organización de la vida en común. Nos permite analizar críticamente cómo se justifica el poder, qué es una sociedad justa y cuáles son los límites de la obediencia o la desobediencia civil.
¿Qué significa vivir en democracia?
Vivir en democracia significa participar activamente en la toma de decisiones que afectan a la comunidad, asumir responsabilidades cívicas, respetar la pluralidad de ideas y garantizar los derechos fundamentales. Pero también implica cuestionarse cómo se estructura el poder y si la democracia realmente responde a los principios que la fundan.
Orígenes de la reflexión política en Grecia
Principios de la democracia ateniense: isegoría, isonomía y parresía.
La democracia ateniense se basaba en tres principios fundamentales: la isegoría (igualdad en el uso de la palabra), la isonomía (igualdad ante la ley) y la parresía (libertad para decir la verdad, incluso frente al poder). Estos valores sentaron las bases del ideal democrático y su tensión permanente con el ejercicio del poder. La participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos, el sorteo de cargos y el énfasis en la palabra como instrumento político muestran una concepción de la democracia muy distinta a la actual, pero inspiradora para pensar críticamente nuestras instituciones.
Platón: justicia y poder en la República.
Platón plantea una crítica radical a la democracia ateniense, a la que considera inestable y propensa a la demagogia. En su obra La República, propone un modelo ideal de ciudad-Estado basado en la justicia entendida como armonía: cada parte del alma y cada clase social debe cumplir la función que le es propia. Así como en el alma hay tres partes (racional, irascible y apetitiva), en la polis existen tres clases: los gobernantes (sabios), los guardianes (valientes) y los productores (moderados). La justicia se alcanza cuando cada una actúa conforme a su naturaleza, sin interferir en las funciones de las otras.
Platón establece una estricta división del trabajo y una jerarquía social basada en la aptitud filosófica. En este sistema, el conocimiento tiene un papel central: solo quien ha ascendido dialécticamente desde la opinión hasta la idea del Bien es capaz de gobernar con verdadera justicia. Por ello, propone que los filósofos, formados en la contemplación de las Ideas y en el conocimiento de la verdad, sean los encargados de dirigir la ciudad. Esta figura del filósofo gobernante encarna la fusión entre sabiduría y poder, necesaria para evitar que la política se convierta en manipulación o tiranía de las mayorías.
Aristóteles: clasificación de los regímenes políticos.
Aristóteles distingue entre formas puras e impuras de gobierno atendiendo al criterio del bien que persiguen: si gobiernan en beneficio del conjunto de la ciudadanía, son formas legítimas; si lo hacen en favor del interés particular de quienes detentan el poder, son desviaciones. En su obra Política, establece una tipología que ha influido profundamente en la historia del pensamiento político.
Las formas justas son tres: la monarquía (gobierno de uno solo que busca el bien común), la aristocracia (gobierno de una minoría virtuosa y sabia) y la politeia (una forma de gobierno mixto y constitucional, en la que participan muchos ciudadanos con sentido de justicia). Estas formas están ordenadas jerárquicamente, siendo la politeia, en muchos aspectos, la preferida por Aristóteles por su equilibrio y estabilidad.
A su vez, cada forma justa tiene su correspondiente degeneración: la tiranía (monarquía corrompida en la que uno gobierna para su propio beneficio), la oligarquía (aristocracia degenerada, donde unos pocos ricos gobiernan en su propio interés) y la democracia en sentido negativo (gobierno de la mayoría pobre sin respeto por la ley, que se convierte en populismo o demagogia).
Aristóteles no condena la democracia en términos absolutos, pero advierte del peligro que supone cuando se abandona la búsqueda del bien común y se convierte en una forma de dominación numérica y caprichosa. Su análisis permite pensar los regímenes no solo por su estructura externa, sino por su orientación ética y su relación con la justicia.
El contractualismo: nociones generales.
El contractualismo es una corriente de pensamiento político que explica el origen del Estado y la legitimidad del poder a partir de un acuerdo o contrato entre los individuos. Este contrato supone abandonar el estado de naturaleza, una situación previa sin leyes ni gobierno, para establecer una convivencia regulada por normas comunes. Cada autor ofrece una versión distinta del contrato, según su concepción de la naturaleza humana, la libertad, la justicia y la autoridad. A través del contractualismo, se intenta fundamentar racionalmente el poder político y justificar la obediencia o la resistencia al mismo.
Hobbes: el miedo y el origen del Estado.
Hobbes parte de una visión pesimista del estado de naturaleza: una guerra de todos contra todos, donde la vida es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». El miedo mutuo lleva a los individuos a buscar una salida racional a este caos, lo que da origen al contrato social. Mediante este pacto, todos transfieren sus derechos al soberano, una figura que representa la unidad del cuerpo político.
La soberanía, en Hobbes, es absoluta e indivisible: quien la detenta tiene el poder de legislar, juzgar y ejecutar. No está sujeta a las leyes, ya que es su fuente. La legitimidad de este poder no proviene de la tradición o de la voluntad divina, sino del acuerdo racional de los individuos que buscan seguridad y orden.
El soberano es concebido como una persona artificial o ficticia que actúa en nombre de todos: es la voz de la multitud unificada. La multitud (multitudo) se transforma en pueblo (populus) en el momento en que se constituye como un solo cuerpo político al reconocer un único representante común. Este representante puede ser un individuo (monarquía), una asamblea (democracia) o un pequeño grupo (aristocracia), pero su autoridad debe ser aceptada como la única fuente de ley y decisión.
En este sistema, la libertad no consiste en la participación política, sino en la ausencia de impedimentos externos a las acciones permitidas por la ley. El orden, la seguridad y la paz son los bienes supremos del Estado, y cualquier división del poder sería, para Hobbes, una amenaza al pacto fundacional y una vía hacia la guerra civil.
Locke: derechos naturales, propiedad privada y gobierno limitado.
Locke parte de una concepción más optimista del estado de naturaleza, en el que los seres humanos viven en libertad e igualdad, guiados por la razón y sujetos a una ley natural que prohíbe dañar a otros en su vida, libertad o posesiones. Entre estos derechos naturales, la propiedad privada ocupa un lugar central. Para Locke, la propiedad surge cuando una persona mezcla su trabajo con los recursos naturales, y constituye un derecho inviolable anterior al Estado.
El contrato social se establece para garantizar la protección de estos derechos, especialmente la propiedad, que en el estado de naturaleza queda expuesta a la inseguridad y al abuso. A diferencia de Hobbes, Locke no propone una cesión total de los derechos al soberano, sino una delegación condicionada de poder a un gobierno que actúa como fiduciario de la comunidad. Para evitar que quienes gobiernan abusen del poder como si aún estuvieran en el estado de naturaleza frente al resto, Locke defiende la separación de poderes: el legislativo (supremo), el ejecutivo y el federativo (relaciones exteriores), como garantía de equilibrio y control mutuo.
Si el gobierno infringe los derechos naturales o actúa de forma tiránica, el pueblo no solo tiene derecho, sino deber de resistencia. Esta doctrina justifica el derrocamiento de gobiernos ilegítimos y sienta las bases del constitucionalismo moderno. En este sentido, Locke es una figura clave del liberalismo político: su pensamiento subraya la importancia de los derechos individuales, la limitación del poder estatal mediante leyes y la necesidad de un contrato político que sea reversible si se rompe el pacto por parte del gobernante.
Rousseau parte de la idea de que el ser humano es libre e igual por naturaleza, pero la sociedad lo ha corrompido al imponer relaciones de dominación y desigualdad. El contrato social auténtico no consiste en renunciar a la libertad, sino en transformarla: los individuos se asocian para formar un cuerpo político en el que todos participen como iguales en la elaboración de la ley.
La clave de esta transformación está en el concepto de voluntad general. A diferencia de la voluntad de todos, que es la suma de los intereses particulares y puede estar dominada por egoísmos o mayorías caprichosas, la voluntad general expresa el interés común, el bien de todos en cuanto ciudadanos. La ley legítima es la expresión de esta voluntad general, y no puede representar a intereses parciales ni ser delegada.
En el contrato social, la soberanía reside de forma inalienable en el pueblo. Es indivisible y no puede ser representada por ningún órgano externo, lo que significa que la autoridad sólo es legítima cuando emana directamente del conjunto de ciudadanos reunidos como legisladores. Así, cada ciudadano es soberano —porque participa en la elaboración de la ley— y súbdito —porque está obligado a cumplirla—, pero en ambos casos lo hace respecto a sí mismo como parte del cuerpo colectivo.
Esta concepción radical de la libertad política como autonomía —obedecer a la ley que uno mismo ha contribuido a crear— exige también la igualdad material y política entre los ciudadanos. Para Rousseau, la verdadera libertad no puede existir si hay grandes desigualdades económicas que distorsionen la voluntad general o si algunos tienen más capacidad que otros para influir en las decisiones comunes. Por ello, la igualdad es un principio indispensable para la libertad y la soberanía popular.
Pensamiento político moderno y críticas a la democracia liberal
Karl Marx: la crítica al Estado liberal burgués
Karl Marx desarrolla una crítica radical al Estado liberal y a la concepción formal de la libertad y la igualdad. En su análisis, el Estado moderno surge como un instrumento que garantiza los intereses de la clase dominante: la burguesía. Aunque formalmente proclama la igualdad de derechos, en la práctica protege la desigualdad real de las condiciones materiales.
Para comprender esta crítica, Marx distingue entre la infraestructura y la superestructura. La infraestructura es el conjunto de relaciones económicas —la base material de la sociedad—, mientras que la superestructura incluye las instituciones políticas, jurídicas, ideológicas y culturales. Según el materialismo histórico, son las condiciones materiales (infraestructura) las que determinan, en última instancia, las ideas y las instituciones (superestructura), no al revés. Por eso, cambiar la sociedad requiere transformar su base económica.
La historia, en este marco, se entiende como una lucha de clases. Cada época se caracteriza por un conflicto entre clases sociales enfrentadas: esclavos y amos, siervos y señores feudales, proletariado y burguesía. La lucha entre estas clases es el motor del cambio histórico. En la sociedad capitalista, el proletariado —los trabajadores asalariados que no poseen medios de producción— es explotado por la burguesía —la clase propietaria— a través del trabajo asalariado.
Marx distingue entre la emancipación política (propia del liberalismo) y la emancipación humana. La primera implica el reconocimiento de derechos formales (como la libertad de expresión o de propiedad), mientras que la segunda requiere una transformación radical de las condiciones económicas y sociales. Mientras el liberalismo separa el Estado de la sociedad civil, Marx denuncia esta escisión como alienante: la verdadera libertad solo puede alcanzarse cuando desaparece la división entre gobernantes y gobernados y se supera la propiedad privada de los medios de producción.
La democracia formal, para Marx, es insuficiente y en ocasiones engañosa, pues oculta las relaciones de explotación. La verdadera democracia debe basarse en la participación activa del proletariado y en la construcción de una sociedad sin clases. Este proceso revolucionario debe conducir al comunismo, una forma de organización social en la que desaparecen las clases, la propiedad privada y el Estado como instrumento de dominación. En la transición hacia esa sociedad, Marx plantea la necesidad de una dictadura del proletariado: una etapa en la que la clase trabajadora toma el control del Estado para desmantelar las estructuras del capitalismo y construir las condiciones de una verdadera igualdad.
Carl Schmitt: soberanía, decisión y crítica al parlamentarismo
Carl Schmitt parte de una definición contundente: «Soberano es quien decide sobre el estado de excepción». Su pensamiento se sitúa en el contexto de las crisis del parlamentarismo liberal de entreguerras. Para Schmitt, el liberalismo ha debilitado la esencia de lo político al sustituir la decisión por el debate interminable, la acción por la dilación.
Schmitt considera que lo político se define por la distinción amigo/enemigo. Esta distinción no es moral ni económica, sino existencial: marca el límite entre lo propio y lo que amenaza la unidad del cuerpo político. En ese contexto, la idea de nación adquiere un papel central. La nación no se define solo por criterios culturales, jurídicos o geográficos, sino por una identidad colectiva que se forja en la confrontación con el otro. Lo nacional, para Schmitt, es aquello que puede afirmar su unidad frente al enemigo. La nación se convierte así en un sujeto político que debe ser defendido incluso por encima del orden legal si es necesario.
En situaciones de crisis, la legalidad no basta: es necesario que alguien tenga la facultad de suspender el orden legal para proteger el Estado. Esa figura es el soberano, que encarna la unidad del cuerpo político y su capacidad de decisión última.
La crítica al parlamentarismo se centra en su incapacidad para decidir de forma eficaz en momentos de urgencia. Para Schmitt, el poder político debe ser capaz de tomar decisiones rápidas y contundentes que garanticen la unidad y la supervivencia del Estado, lo que implica un rechazo de la neutralidad liberal y del formalismo jurídico.
Hannah Arendt: acción, libertad y espacio público
Hannah Arendt redefine la política desde la acción y la pluralidad. Frente a las tradiciones que conciben la política como administración, técnica o dominio, Arendt la entiende como el ámbito de la libertad, donde los seres humanos aparecen unos ante otros como iguales y diferentes. La esencia de lo político es la acción: iniciar algo nuevo, imprevisible, en un espacio compartido por todos.
La libertad, según Arendt, no es interior ni privada, sino pública y activa: se realiza cuando los ciudadanos intervienen en el mundo común, deliberan, actúan y se muestran. Por ello, el espacio público no es solo un lugar físico, sino una condición simbólica y existencial donde se expresa la pluralidad humana.
Arendt advierte contra la destrucción del espacio público en las sociedades modernas, ya sea por el totalitarismo o por la despolitización liberal. Sin acción y sin opinión compartida, la libertad se convierte en mera administración de lo necesario. La defensa de la política, para Arendt, pasa por recuperar el valor de la palabra, la iniciativa y la responsabilidad ciudadana.