Índice
Introducción
Pocas nociones han sido tan problemáticas en la historia de la filosofía como la de «sustancia». Aunque es central en el pensamiento metafísico desde Aristóteles, el giro empirista de la modernidad obligó a repensarla desde nuevas bases. En particular, el análisis de la sustancia en el empirismo de Locke y Hume revela un cambio profundo en la forma de concebir la realidad: ya no como algo dado y autosuficiente, sino como algo construido a partir de la experiencia. Esta transformación no solo alteró el curso de la metafísica, sino que anticipó algunos de los debates contemporáneos sobre la identidad, el conocimiento y el lenguaje.
La sustancia en la tradición racionalista y aristotélica
Antes de entrar en el análisis específico de Locke y Hume, conviene situar brevemente la tradición contra la cual reaccionan. Desde Aristóteles, la sustancia es aquello que existe en sí mismo y sirve de soporte a los accidentes. Por ejemplo, en el caso de un árbol, lo que tiene color, forma, tamaño, es una sustancia. Esta noción fue reelaborada por los escolásticos medievales y retomada por los racionalistas modernos como Descartes, para quienes la sustancia era aquello que podía existir por sí mismo (res cogitans y res extensa).
Sin embargo, este enfoque presupone que tenemos acceso a la sustancia más allá de sus propiedades sensibles, una idea que los empiristas pondrán en duda. El empirismo, como corriente filosófica, se caracteriza precisamente por afirmar que todo conocimiento deriva de la experiencia. A partir de esta premisa, el concepto tradicional de sustancia queda en entredicho.
John Locke: la sustancia como «algo, no sé qué»
En su «Ensayo sobre el entendimiento humano» (1690), John Locke intenta reconciliar el empirismo con ciertos elementos del pensamiento metafísico tradicional. Para Locke, todas nuestras ideas derivan de la experiencia, sea externa (sensación) o interna (reflexión). Sin embargo, cuando intentamos pensar en aquello que subyace a las cualidades sensibles, nos encontramos con una dificultad.
Locke introduce el concepto de «sustancia» como ese «algo, no sé qué» (something, I know not what) que creemos que está detrás de las cualidades que percibimos. Por ejemplo, cuando vemos una manzana, percibimos color, sabor, textura, pero tendemos a pensar que hay un «algo» que sostiene estas cualidades. Ese «algo» es la sustancia.
Ahora bien, para Locke, esta idea pertenece al tipo de ideas compuestas. Específicamente, la idea de sustancia es una idea compleja formada por la combinación de varias ideas simples (como color, forma, movimiento) que solemos encontrar juntas en la experiencia, junto con la suposición adicional —aunque oscura— de que existe algo que las sustenta. Esta construcción responde más a una necesidad psicológica que a una impresión empírica directa.
Locke reconoce que esta idea no proviene directamente de la experiencia. Es una suposición necesaria, casi psicológica, para explicar la coherencia de los objetos. De ahí su famosa expresión: «una suposición de no sabemos qué, soporte de cualidades que encontramos unidas». Así, la sustancia en Locke es una idea confusa, una exigencia de la mente más que un dato de los sentidos.
David Hume: la disolución de la sustancia
David Hume llevará esta crítica a su extremo lógico. En su «Tratado de la naturaleza humana» (1739), Hume parte del mismo principio que Locke: todo conocimiento deriva de impresiones sensibles. Pero, a diferencia de Locke, no concede ninguna validez a ideas que no procedan claramente de una impresión. Así, si no tenemos una impresión directa de la sustancia, entonces la idea de sustancia no tiene sentido.
Para Hume, lo que llamamos «yo» o «objeto» es simplemente un haz de percepciones. No hay una sustancia subyacente, sino una sucesión de impresiones enlazadas por la memoria y la costumbre. Del mismo modo, cuando hablamos de un objeto como una «mesa», en realidad solo estamos agrupando ciertas percepciones (dureza, color, forma) bajo una costumbre lingüística.
Esto lleva a una conclusión radical: la idea de sustancia no es más que una ficción generada por la imaginación. «No hay impresión constante e invariable de la sustancia», escribe Hume, por tanto, no podemos sostener racionalmente su existencia. En su lugar, lo que tenemos es una estructura de hábitos mentales que nos lleva a pensar que hay una identidad subyacente donde solo hay cambio.
Implicaciones filosóficas y epistemológicas
La crítica de la sustancia en el empirismo de Locke y Hume tiene consecuencias de gran calado. En primer lugar, redefine la noción de identidad personal. Para Locke, la identidad está ligada a la continuidad de la conciencia (memoria), mientras que para Hume ni siquiera eso garantiza una identidad sustancial.
En segundo lugar, afecta al estatuto del conocimiento. Si no hay sustancias, sino solo percepciones, entonces el conocimiento no puede apoyarse en esencias estables, sino solo en regularidades de la experiencia. Esto anticipa, en cierto modo, el giro kantiano: la necesidad de estructuras mentales que ordenen el caos fenoménico.
En tercer lugar, tiene implicaciones lingüísticas. La noción de sustancia está profundamente enraizada en el lenguaje (sujeto de predicación), pero si dicha noción carece de fundamento empírico, entonces debemos replantear nuestra forma de hablar sobre el mundo. Esta línea de pensamiento influirá en autores posteriores como Berkeley, Kant o incluso en el positivismo lógico del siglo XX.
Conclusión
La sustancia en el empirismo de Locke y Hume marca un momento decisivo en la historia de la filosofía. A través de su crítica, ambos autores nos obligan a repensar lo que entendemos por realidad, identidad y conocimiento. Locke, con su «algo, no sé qué», reconoce la necesidad psicológica de postular una sustancia, aunque admite su oscuridad. Hume, más radical, rechaza completamente la noción, reduciéndola a una ficción de la imaginación. Este paso es clave para entender el tránsito de la metafísica clásica a la crítica moderna y el surgimiento de nuevas formas de pensar la experiencia humana.