¿Qué nos queda?

Frente a la inmensidad del cosmos la vida humana se convierte en pura fugacidad. Vemos como nuestra propia existencia se nos escapa de los dedos sin ser capaces de hacer nada al respecto. Lo rutinario del contexto en el que nos encontramos no aporta ninguna solución al problema, sino que convierte lo efímero de nuestra existencia en, además, una banalidad sin precedentes.

Nacemos, vivimos, follamos, nos emborrachamos y nos vamos; dejando en el mundo que te rodea una huella más pasajera si cabe que aquello que la provoca.Ante todo esto el ser humano busca sentirse especial, encontrar su lugar en el universo y convertirlo en importante. Sin embargo, el progreso de la ciencia ha ido echándonos en cara cuán poco importantes somos.

Si en un comienzo nos creíamos el centro del universo, después pasó a serlo la estrella en torno a la cual gira nuestro planeta. Para que finalmente caigamos en la cuenta de que nuestro lugar en la inmensidad cósmica es casi tan irrelevante como la esquina del callejón al cual vas a orinar tras un par de cervezas.

Si tiempo atrás se consideraba que estábamos por encima de otras especies, entonces Darwin nos demuestra que somos lo que somos por un proceso evolutivo que convierte nuestra realidad en un hecho contingente. Pero esto no era suficiente, pues llegamos a descubrir que la base de nuestra existencia es exactamente la misma que la perteneciente a un ente inerte. Es decir, como decía Carl Sagan en aquella brillante producción televisiva titulada Cosmos: «no somos más que polvo de estrellas».

En los inicios del pensamiento occidental la razón (λογος) era lo característico del ser humano. Más tarde nos damos cuenta e que nuestra parte racional en gran medida se ve subyugada a nuestra parte emocional. En ese mismo momento pasa a ser parte característica fundamental y distintiva de lo humano la eleuteronomía, es decir, la capacidad de actuar conforme a unas máximas que nosotros nos dictamos. Dícese: la capacidad de elegir, la libertad. Pero ahora resulta que muy acertadamente las nuevas ciencias como la neurobiología nos demuestran que la elección es una ilusión. Afirman que actuamos conforme a aquello que decidimos, que nuestra decisión viene determinada por aquello que deseamos, pero que en ningún momento elegimos aquello que queremos desear. En definitiva, se hace triunfar la idea determinista de que nuestra estructura cerebral determina nuestras decisiones sin que exista una verdadera capacidad de elegir.

¿Y ahora, en el momento en el que nos damos cuenta de cuan banal es nuestra existencia qué nos queda?

Nos queda nuestro rincón del universo.

Nos queda el mundo que, deliberadamente o de manera determinada, hemos construido.

Nos queda la vida en sociedad, la polis griega.

Lo único que nos queda es el saber que podemos hacer de la vida de las futuras generaciones una vida mejor.

Nos queda la lucha social por una sociedad más justa.

Lo único que nos queda, lo único que podemos dejar, es lo mismo que nos ha sido dejado: un mundo un poquito más equitativo que el justamente anterior.