Apología de Sócrates – versión adaptada

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Buenos días atenienses. Estoy aquí presente ante vosotros porque me han acusado Meleto, Ánito y Licón; Meleto, irritado en nombre de los poetas; Ánito, en el de los demiurgos y de los políticos; y Licón, en el de los oradores. De las muchas mentiras que han urdido, una me causó especial extrañeza, aquella en la que decían que teníais que precaveros de ser engañados por mí porque, dicen ellos, soy hábil para hablar. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría de acuerdo en que soy orador, pero no al modo de ellos. En efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero. En cambio, vosotros vais a oír de mí toda la verdad.

Os pido, atenienses, que me permitáis expresarme a mi manera y pongáis atención solamente a si digo cosas justas o no. Éste es el deber de los jueces, el del orador consiste en decir la verdad.

Recojamos, pues, desde el comienzo cuál es la acusación por la que Meleto ha presentado una acusación pública: “Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas celestes, al hacer fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros”. También se me acusa de lo siguiente: “Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas”.

Puedo afirmar que se trata de una tergiversación. Quizá alguno de vosotros objetaría: “Pero, Sócrates, ¿cuál es tu situación, de dónde han nacido esas tergiversaciones? Atenienses, estas calumnias se deben a que he adquirido cierta sabiduría. ¿Qué sabiduría es ésa? De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. Conocéis a mi amigo Querefonte. Pues bien, una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio.

Tras oír yo estas palabras reflexionaba así: “¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda no miente, no le es lícito”. Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir.

Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio. Al examinar a este, que era un político, me percaté de que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, él creía lo mismo. Pero no lo era. A continuación, intenté yo demostrarle que creía ser sabio, pero no lo era. Con esto me gané la enemistad con él. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo. A continuación, me encaminé hacia otro de los que parecían ser sabios y saqué la misma impresión, y también en este caso me gané la enemistad de él.

Tras los políticos me encaminé hacia los poetas y dramaturgos, en la idea de que allí me encontraría con gente menos ignorante que yo. Pero también respecto de los poetas me di cuenta que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales. En efecto, dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen. También en este caso me gané su enemistad.

En último lugar, me encaminé hacia los artesanos. Sabían cosas que yo no sabía. Pero, atenienses, me pareció a mí que también los buenos artesanos caían en el mismo error que los poetas: por el hecho de que realizaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos estimaba que era muy sabio también respecto de otras cosas, incluso las más importantes, las relativas a los dioses, y ese error cegaba su sabiduría. También en este caso me gané su enemistad.

A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, de tal modo que de ellas han surgido muchas tergiversaciones. Se añade a esto que los jóvenes me acompañan espontáneamente, se divierten oyéndome examinar a los hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros, y, naturalmente, encuentran gran cantidad de hombres que creen saber algo pero que saben poco o nada. Cuando alguien les pregunta qué hacen y qué enseñan, no pueden decir nada, pues lo ignoran. Los hombres examinados, para no dar la impresión de que están confusos, dicen lo que es usual contra todos los que filosofan, es decir: “examinan las cosas del cielo y lo que está bajo la tierra”, “no creen en los dioses”, y “hacen más fuerte el argumento más débil”.

Quizá alguien diga: “¿No te da vergüenza, Sócrates, haberte dedicado a una ocupación por la que ahora corres peligro de morir?”. Pero no tienes razón, amigo, si crees que un hombre debe preocuparse de morir o no y no de examinar, al obrar, si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo. Además de ello, temer a la muerte no es propio de alguien sabio. El sabio reconoce no saber nada de la muerte. ¿Por qué temer algo que ignoro? ¿Acaso no es igual de posible que tras la muerte haya algo temible o algo maravilloso? Yo lo ignoro y, justamente por eso, no temo a la muerte.

Si quedase en libertad, no cambiaría mi comportamiento. Seguiré interrogando, examinando y refutando. Haré esto con todo el que me encuentre, joven o viejo, forastero o ciudadano. Dejadme o no en libertad, que no voy a hacer otra cosa, aunque hubiera de morir muchas veces. Sabed bien que, si me condenáis a muerte, siendo yo quien digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos. Platón. Apología de Sócrates